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jueves, 27 de junio de 2013

AQUELLA ZAMARRA DE INIESTA

     Hace poco menos de un año este que escribe caminaba sin prisa y sin reloj por el parque Izmailovski de Moscú. De charla y risas con mi inmejorable compañía, disfrutando de unas vacaciones inolvidables. Hasta nosotros llegaba el griterío inconfundible de un grupo de niños jugando un partido de fútbol. Fijé mi mirada en uno de ellos, un “rubiajo” con cara de susto que no intervenía mucho en el desarrollo del juego. Me acerqué a él para preguntarle por qué lucía esa preciosa camiseta. La comunicación fue difícil, él no hablaba ni pizca de inglés y yo no hablo ni “papa” de ruso. Pero no hizo falta mucho diálogo, su  “Españaaaaaaaaaa, Iniestaaaaaaaaaa” me dejó inmensamente tranquilo, feliz, orgulloso.

    Aquel niño ruso se compró una camiseta de la Selección Española. Quizás se la pidió a sus padres, quizás ni siquiera era verdadera, pero eso es lo de menos. El muchacho la lucía con devoción. Como cientos de niños en diferentes lugares del mundo. Para todos ellos esa zamarra es un tesoro porque es la camiseta de los mejores, de los que han ganado dos Eurocopas y un Mundial, de los que habitualmente enamoran al público con su manera de jugar al fútbol. Esos niños ni se paran a pensar que esta Selección pueda ser la mejor escuadra de la historia, pero para ellos esos futbolistas son simplemente los mejores.

     Yo mismo me enfundo la casaca de España siempre que abordamos un partido importante. Siempre lo he hecho, ahora que ganamos y también cuando llorábamos un minuto después del choque de cuartos de final. Me rebelo contra aquellos que defienden que ponerse la camiseta de tu país es una “paletada”. Muchas veces son los mismos que se visten las elásticas de Italia, Brasil o Alemania, actitud para ellos de modernidad, progreso y vanguardismo. Por mi parte me siento muy orgulloso de ser un “paleto”. Quizás ya sólo desde el “paletismo” se pueda disfrutar del fútbol de siempre. A lo que iba. Que multitud de chavales luzcan la camiseta de la Selección Española de fútbol a lo largo y ancho de todo el planeta es un acontecimiento histórico, la clara muestra de que esta generación está haciendo historia, protagonizando una película que dentro de no mucho será una escapatoria para digerir las derrotas que seguro llegarán otra vez.


     Estamos muy cerca de una final Brasil – España en Maracaná. Con prudencia, sin soberbia, como se encarga de recordar siempre nuestro comandante Vicente del Bosque. No es el Mundial, pero sería un Brasil – España en Maracaná, uno de los grandes templos futbolísticos del mundo. Y aunque parezca un sueño, una ficción, un alucine, una locura, en esa hipotética final nosotros seríamos los buenos, los admirados por millones de terceros imparciales que verán el choque a través de la televisión. Los rojos tratarán de crear fútbol, la “verdeamarelha” querrá contener y aprovechar su pegada arriba. Si alcanzamos la final de la Copa Confederaciones asistiremos a un guión impensable hace unos años. Jugamos como jugó la gran Brasil y somos el modelo para la Italia que siempre nos ganaba. Impensable.  Ganaremos o perderemos, pero poder exhibir  esa etiqueta de magia y de buen fútbol no tiene precio. Es y será impagable.


     Mientras decenas de niños brasileños visten con ilusión la zamarra de nuestra Selección antes que la de su país, la España de los clubes, de las fobias y de los insoportables extremismos seguirá escupiendo bilis y deseando el resbalón de una generación de actores irrepetible. Siempre digo que afortunadamente para los que vibramos con este equipo, los insaciables resultadistas ni siquiera se pueden abrazar a los datos para orinar encima de esta Selección. Un equipo representado por la magia de Iniesta, la raza de Ramos, las paradas de Iker, el timón de Xavi, los números de Torres, el oficio de Arbeloa, el duende de Fábregas el ilusionismo de Silva o la elegancia y excelente gestión de Vicente del Bosque. Qué más da que jueguen en el Barça, en el Madrid, en el Mirandés o en la Balompédica Conquense. Se juntan para hacernos inmensamente felices. Fidelidad eterna a esta gente que ha sido capaz de convencer a un niño ruso para que se enfunde la camiseta de España.



lunes, 24 de junio de 2013

LA LEYENDA DE MADARIAGA


     Siempre he sentido una incontrolable debilidad por Amaya Valdemoro. Siempre. Quizás porque si hubiera podido ser deportista (¡qué frustración ser tan malo, joder!) me hubiera gustado competir como ella. Admiro su carrera deportiva, su tenacidad, su coraje, sus valores, su forma de jugar al baloncesto y, sobre todo, su manera de transmitir baloncesto. En estos tiempos en los que políticos y “soplagaitas” varios se orinan sin pudor sobre la famosa “marca España”, me resulta difícil encontrar una persona que represente mejor que Amaya esa marca.

     Amaya es una leyenda desde hace tiempo. Un mito viviente, un mito aún en activo. Una de las mejores deportistas de la historia de este país. Acumulainfinidad de títulos y logros con varios clubes y con España. Triunfos en los mejores equipos de la Península y viaje exitoso a través de los sueños en la liga americana (WNBA), en la que la madrileña enseñó a las mejores que ella, desde Alcobendas, también era una de las buenas. Pero lo material se queda muy corto para definir a una mujer valiente, ambiciosa, vehemente, sufridora hasta los últimos límites físicos sólo para poder seguir haciendo lo que más le gusta. Remueve las entrañas escuchar la voz de Amaya relatando cómo durante meses ha estado casi sin poder caminar por culpa de las rodillas, o cómo tras romperse las dos muñecas en una caída la tenían que ayudar hasta para poder cumplir con sus necesidades vitales más básicas, o cómo el tratamiento diario con su “fisio” era poco menos que una tortura insoportable. Esa es Amaya Valdemoro, la chica más corajuda (y cojonuda) del mundo.


     Su leyenda no estaciona, sino que sigue recorriendo kilómetros, anotando cestas y pulverizando récords. Suma 255 partidos con España, 18 años de servicio que incluyen 2 Juegos Olímpicos, 5 Mundiales y 6 Europeos. Podría llegar a la cifra de 258 partidos con la Selección si el destino le premia con una medalla en el Eurobasket de Francia, su última gran aventura como jugadora profesional de baloncesto. Para darnos cuenta de su inmenso bagaje con el equipo nacional, Amaya suma ya 16 internacionalidades más que Epi, el hombre que más veces se ha enfundado la casaca española. Una trayectoria sencillamente brutal, escandalosa, seguramente irrepetible. “Me duele todo menos porque me lo paso bien jugando con España”, afirma desde Lille inmersa de lleno en el objetivo de ganar otra presea con la Selección.

     Valdemoro es mucho más que partidos, cifras, récords y canastas. Valdemoro es la emoción que provoca su cinta rojigualda en el pelo, la energía que transmite su puño cerrado después de una buena cesta o una defensa brillante, su sufrimiento incontrolable cuando le toca animar desde el banquillo, sus lágrimas cuando siente que ha fracasado, sus lágrimas cuando celebra una nueva hazaña. Amaya es tan especial que se convirtió en Madariaga (apellido materno) para sentir el calor de su madre, fallecida por culpa de un maldito cáncer. Un gesto que impresionó a su padre Álvaro y a su hermana Virginia y que seguro que emocionó a su mamá en el cielo. Esa es Amaya Valdemoro, una chica siempre dispuesta a atender a los periodistas, a fotografiarse con los aficionados y a compartir sus proezas con la gente de basket. No ha nacido ni nacerá otra como ella. A sus casi 37 años su baloncesto se apaga, pero su leyenda quedará para siempre en los anales del deporte español. Esa leyenda, la leyenda de Madariaga, ya es eterna.     


     

domingo, 9 de junio de 2013

LA JUGADA


     Cuando he mirado el reloj marcaba las 17.08 horas. Habían transcurrido 2 horas y 36 minutos desde LA JUGADA. En ese tiempo he bajado a los vestuarios para recabar declaraciones, he cogido el coche para recorrer el trayecto Palacio de los Deportes – Ciudad de la Imagen, me he metido en una cabina para extraer los sonidos indispensables para nuestros oyentes y me he puesto delante del ordenador para ver con máxima atención todas las imágenes, tomas y repeticiones de LA JUGADA. Absorbido por la pasión periodística de momentos como este, he caído en la cuenta de que se me había olvidado comer. Joder con LA JUGADA.

     En directo, desde la cabina 13 del Palacio, me ha parecido una personal como una “catedral”. Tras repasar las imágenes concluyo que no hay falta de Sergio Rodríguez, que Llull toca la pelota y que la posesión debería haber sido desde de fondo para el Barcelona con 2,3 segundos en el reloj y un punto abajo. Sergio Rodríguez dice que pudo hacer falta, Llull que él toca la bola, Sada que ha visto la acción en su teléfono móvil y ha comprobado que Llull le hace falta, Laso que a Sada se le escapa el balón y Navarro que el arbitraje global ha sido “escandaloso”. Las redes sociales, en estas ocasiones tan útiles como propagadoras de delirios, amplían el espectro de posibilidades a unos posibles pasos del base del Barça antes de cualquier acción punible. Vaya con LA JUGADA.
 
 
     Huí, huyo e huiré de aquellos fanatismos que ensucian el baloncesto y el periodismo. Quienes siguen el basket a menudo saben que en muchas ocasiones la primera impresión de una acción resulta ser errónea. Esto vale para los que están viendo el partido, in situ o a través de la tele, y también para los propios actores de la escena.  Arbitrar es muy difícil, arbitrar un Madrid-Barça es difícil al cuadrado y arbitrar un Madrid-Barça por un título es difícil a la enésima. Por eso, un día más asisto con rabia al “bufandeo” de informadores que siempre observan la realidad con el cristal del mismo color. En ocasiones ni siquiera les gusta el baloncesto, simplemente aprovechan el morbo reinante para engordar esa cansina e insoportable guerra futbolera. Forofos con pluma o micrófono que vociferan que lo de esta mañana ha sido un atraco o que la ACB es más culé que Navarro. Ya sabéis, según el color del famoso cristal. Debe de ser que el populismo da seguidores en Twitter, debe de ser que está más de moda decir lo que se quiere oír que lo que se piensa de verdad. LA JUGADA ha sido una excusa perfecta para armar el cañón y disparar.

     A mí lo que me encanta es que se hable de baloncesto. Un Real Madrid – Barcelona es una pasada, un duelo con infinidad de alicientes y rivalidades. La polémica arbitral es un ingrediente más para una deliciosa ensalada repleta de manjares y aderezada con todos los aliños del mundo.  Demos la bienvenida a LA JUGADA porque nos va a regalar una semana de baloncesto inefable, pero no golpeemos con saña la vieja brújula porque si no demasiada gente terminará perdiendo de vista cualquier punto cardinal. Por cierto, ¿cómo habéis visto vosotros LA JUGADA?
               

viernes, 7 de junio de 2013

LA GRAN OBSESIÓN


     Hace no mucho tiempo el Real Madrid de baloncesto “liquidaba” las temporadas en la eliminatoria de semifinales. Acudía a Vitoria, por poner un ejemplo, con la convicción interna y la sensación del exterior de que los que iban de blanco serían derrotados antes de salir al parqué. El Madrid tenía un buen equipo con buenos jugadores, pero la mayoría de las veces peores jugadores y peor equipo que el rival. En aquellos tiempos, el basket merengue se presentaba en el Palau Blaugrana como ese animal con orgullo que sabía que iba a morir. Sacaba su orgullo, sí, pero siempre perecía. “Yo he comido mucha mierda, tío, pero mucha”, me dice de vez en cuando una persona ligada desde hace más de una década a la sección. Entre medias, un triple milagroso de Herreros en el Buesa Arena y una gran Liga de Joan Plaza culminada en Barcelona otorgaron a los fieles aficionados madridistas un par de dosis de felicidad. Oasis en el desierto. Al siguiente curso, la vida seguía igual. Lo mismo ocurría en Europa, donde alcanzar unos cuartos de final frente a Olympiacos o Maccabi ya se “vendía” como un éxito. No había para más. En historia el Madrid vapuleaba a todos, pero en baloncesto casi siempre era peor que el enemigo.

     Cuento esto desde el privilegio de haber disfrutado desde el micrófono de multitud de viajes, partidos y aventuras junto al Real Madrid durante los últimos tres lustros. Trabajo (de momento) en Onda Madrid, una emisora que hace suyos los éxitos del Madrid, del Estudiantes y del Fuenlabrada. La obligación de un locutor de radio es transmitir emociones a sus oyentes, que en este caso son mayoritariamente madridistas, colegiales y azulones. Muchas veces me preguntan de qué equipo soy. Yo soy (de momento) de Onda Madrid. Le debo emociones a nuestros oyentes, ese es mi compromiso aquí, ese sería mi compromiso desde Radio Nou, Catalunya Radio, Aragón Radio, la COPE, la SER o Radio Marca. El periodista es simplemente un vehículo, no nos creamos más importantes. A lo que iba. El haber seguido al Madrid durante tanto tiempo me hace ser plenamente consciente de que he contado muchas más decepciones que alegrías a los admirables hinchas del baloncesto blanco.
 
 
     La película ha cambiado. El Real Madrid luce un equipo potente, un proyecto trabajado, unos jugadores que se abrazan al top 5 continental. Los de Laso son respetados por los rivales y etiquetados como favoritos por la inmensa mayoría de los “especialistas”. Comparece en el cuadro final de los torneos con la convicción interna y la sensación del exterior de que pueden ganar, de que van a ganar. Ayudan a reforzar esta tesis el espectáculo, los mates, los contraataques celéricos, las virguerías del “Chacho”, la elegancia sin parangón de Mirotic o las canastas imposibles de Rudy. Pero una Copa del Rey y una Supercopa se antoja poco bagaje para un rendimiento tan notable. La final de la Copa de Europa sembró dudas, desasosiego, una infinita tristeza.
     Por eso esta Liga se ha convertido en una obsesión para jugadores, técnicos, empleados y aficionados del Real Madrid de baloncesto. El blanco o negro de este club aparecerá sin ambages dentro de 10 días. El título doméstico completaría un curso sobresaliente. La derrota en la Final contra el Barça supondría un fiasco de dimensiones siderales. No es la opinión del que les escribe, es la firme convicción de los que cada día trabajan por y para el basket madridista. Jamás percibí una obsesión, una necesidad, un sentimiento de deber tan grande en la sección de baloncesto del Real Madrid. Es un equipo ganador que sólo aceptaría levantar la Liga número 31. Es, sin duda, la gran obsesión.