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martes, 24 de mayo de 2016

LA RAQUETA DE NICO


     El mundo de Nico giraba en torno a Mortadelo y Filemón cuando su madre entró en la habitación. Soltó un respingo, de esos sustos que te llevas cuando tu concentración no admite soslayos ni perfiles. Para Nico sumergirse en los tomos del SuperHumor era una bendición, lo mejor que le podía pasar durante el día. El Superintendente Vicente le recordaba muchísimo a su abuelo, por el cual Nico sentía devoción. Esa cara de bonachón, ese bigote innegociable, esos ojos de amor cuando jugaba con él al baloncesto en aquella vieja canasta del pueblo. "Cariño, te han aceptado en el campamento, acaban de llamar y me lo han dicho". "¡Vivaaaaaaaaaaaaa!". Nico se lanzó a los brazos de su mamá y la mató a besos. Cada beso suponía una lágrima de emoción para esa madre coraje que durante muchos años hizo de madre... y de padre.
   
     Menudo campamento más chuli. 25 días de actividades, aprendizaje y aventuras en torno a su gran pasión, el tenis. Sí, este muchachín de sólo 12 años jugaba de maravilla, aunque a esas edades nunca se sabe qué pasará en el futuro. Pero Nicolás (así le llamaba su abuelita) cogió una raqueta con 3 años y hasta ahora no la había soltado. Era muy responsable, asombrosamente responsable para ser tan jovencito. Su madre lo acompañaba a todos los torneos, pero nunca había abandonado el discurso de diversión, de hobby, de esa responsabilidad descargada de presión. Si llegaba, estupendo. Si no, que nunca odiara el deporte, que nunca aborreciera la raqueta que ahora tanto le entusiasmaba. Nico se sabía de memoria todos los partidos de los grandes torneos, desde la previa hasta la gran final. Sus amigos del colegio (y los padres de sus amigos) alucinaban cuando era capaz de recitar quiénes habían ganado Australia, USA, Roland Garros y Wimbledon en, por poner un ejemplo, 1986. "Joder con este niño, qué máquina", murmuraban los profesores por los pasillos de ese colegio ubicado en el barrio madrileño de Usera.

 
     Durante las noches anteriores al campamento, Nico durmió muy mal. Estaba nervioso, pero no era más que ese gusanillo de emoción que recorre nuestras entrañas cuando la fábrica de ilusiones que habita en nuestro interior trabaja a pleno rendimiento. En mitad de la madrugada Nico simulaba partidos de tenis que sólo existían en su imaginación... y en el movimiento de su cuerpo imitando golpes increíbles. Se hizo esperar, pero por fin llegó el día de presentarse en Villaralbo, ese pueblecito de Zamora que acogería el campamento que cambiaría para siempre la vida de nuestro niño.
   
     No tardó más de unas horas en hacer amigos. Nico era muy extrovertido, simpático a rabiar, con unas ocurrencias asombrosas. No tenía madera de líder porque era incapaz de evadirse de las preocupaciones de los demás. Estaba pendiente de los pequeños detalles, inconscientemente sabía quién necesitaba una broma, quién una caricia, quién una gominola, quién una invitación a charlar un rato o quién ayuda para recoger las decenas de pelotas que se quedaban esparcidas por las pistas. Se sentía inmensamente dichoso buscando las sonrisas de los demás. Eso le hacía infinitamente más feliz que llegar a la final de un torneo o enganchar un paralelo demoledor desde el fondo de la pista.
   
     Nicolás (otro guiño a la abuela, a la que ahora el Alzheimer le hacía dudar hasta de su reflejo en el espejo) era disciplinado a rabiar. Muy organizado, obsesivamente organizado. Lo apuntaba todo en una pequeña agenda que custodiaba como si fuera el mayor de los tesoros. Horarios de partidos, turnos de limpieza, tiempo libre para poder leer los cómics o días para ver duelos tenísticos en la pequeña televisión de esa cantina en la que servían el mejor zumo multifrutas del mundo. Y Nico era, sobre todo, muy inocente. Ayudaba de corazón. Y nunca pensó que hubiera gente que pudiera albergar sentimientos como la envidia o el egoísmo. Sentimientos que seguro él mismo tenía también guardados en una esquinita de su alma, desactivados hasta que la vida le hiciera desprenderse de algunos saquitos de ese elixir de la inocencia.
   
    El campamento fue genial. Nico era inmensamente feliz. Tan, tan feliz que la mismísima felicidad hubiera detenido el tiempo para congelar esa sonrisa en la eternidad. Progresaba mucho en el tenis, había conocido muchísimos amigos nuevos y los monitores habían quedado encantados con él. Pero en la intimidad Nico sufría porque era muy autocrítico, enfermizamente autocrítico. Nunca estaba satisfecho con lo hecho, aunque ganara el partido de forma apabullante. "Se puede mejorar", le repetía una y otra vez a Javi, un ex tenista profesional que era tutor, profesor, padrino y casi "papá" del protagonista de nuestra historia.



 
    Nico creció. Ya a mitad de abrazo de la adolescencia, ingresó en un Centro de Alto Rendimiento para jóvenes tenistas. Le gustaba, se le daba bien, no se creía nadie, interiorizaba consejos y reprimendas con una madurez impropia de su edad. Su vida era tenis, estudios, amigos del CAR, mamá y sueños. Sí, los sueños alimentaban la mente de Nicolás, que agradecía al destino que esos anhelos se fueran cumpliendo casi sin darse cuenta. Sus compañeros de entrenamientos eran su familia, con ellos pasaba más tiempo que con cualquier otra persona que compartiera su sangre. Formaban un buen grupo, aunque fueran muy diferentes. Nico hablaba poco y abrazaba mucho, una definición aparentemente simplista que sin embargo esconde un buen corazón humano. Él, en general, se sentía muy querido, lo cual le reconfortaba más que cualquier victoria con la raqueta. Todo cambió aquel día gélido y ventoso de finales de enero.
   
     Echaron a varios compañeros de Nico. Y echaron a Javi. Fue él mismo el que se lo contó todo. Con dulzura y tranquilidad, sin reproches. Javi no quería envenenar a Nico, aunque conocía la razón real de las decisiones y los movimientos internos y externos que se habían producido para ejecutar esa sinrazón. Nico, que adoraba a Javi, no tenía consuelo. No quería seguir allí ni un minuto más. No quería volver a jugar al tenis nunca jamás. No entendía nada, no podía parar de llorar. No celebró ni su 16º cumpleaños, preso de un disgusto inconsolable. Nico desconocía en ese momento que lo peor estaba por venir.
   
     Cambió. Seguía volcado en intentar ayudar a los demás, en perseguir sonrisas como modo de vida. Una actitud que, paradójicamente, le hizo descuidar por momentos a los que más le querían, aunque de eso se dio cuenta mucho más tarde. Pero cuando entraba en el Centro de Alto Rendimiento, gestionado ahora de manera desastrosa y anclado en una mediocridad que corroía las entrañas, se ponía una coraza impropia de su carácter risueño. Se entrenaba muy bien, con ganas porque él no sabía dejarse llevar, la autocrítica siempre ganaba a la decepción. Pero más allá de sus obligaciones como tenista, no entendía cómo los supervivientes no se habían unido para construir una resistencia que, con argumentos y hechos, peleara por hacer justicia. Se reprochaba día tras día no haber luchado más, no haber buscado soluciones para aquella tremenda injusticia, no haber empujado un poquito más para que lo sucedido no estuviera ya en el fondo del océano de los olvidos. Pero eso no era lo que más le dolía a Nico. Lo que más le encogía el corazón era saber que las caricias, los abrazos, las conversaciones, los guiños, los mensajes, los síes sin condiciones, los marrones que para él no eran tales se quedaron en el país de la indiferencia. Eso le jodía de verdad.


 
     A Nico le gustaría ser otra vez el muchacho más inocente del planeta. Pero ya no puede. Se sigue esmerando por perseguir sonrisas, por que su gente esté orgullosa de él, por no permitir que unos ojos cerrados ignoren uno de esos pequeños detalles que siempre consideró básicos. Es inconformista, es inquieto, es soñador. Pero sabe que en uno de los pilares de su vida ha dejado de ser él para seguir siendo él. Una antinaturalidad que quema. Una paradoja que sólo se palía pegando raquetazos.



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