Muy de vez en cuando me da por compartir por
aquí cosas personales y pienso que las cuarenta castañas es una buena excusa
para hacerlo. Sí, ya he llegado a los cuarenta, esa edad que cuando uno es niño
se ve tan lejana que piensa que nunca los va a cumplir. Cuando somos
adolescentes vemos a los cuarentones como señores, así que sí, ya soy un señor.
La tentación de no serlo se evade de cuajo cuando un niño se dirige a mí en la
calle: “Perdone, señor...”. Maldita sea.
No me puedo quejar. No me debo quejar. He
entrado en los cuarenta en un buen momento vital. Curro en lo que me gusta,
tengo una familia inmejorable, buenos amigos con los que ir a la batalla con
pistolas de agua y una hija que me ha cambiado completamente la vida. Paula es
mi tesoro, mi gran amor. Estoy seguro que haga lo que haga en lo me queda de
vida, no seré capaz de mejorar algo tan hermoso y verdadero como ella.
Los que sois padres me entenderéis, pero
estos pequeñajos atesoran la virtud de modificarlo todo. Mejoran días que han
salido imperfectos, perfeccionan días que ya han sido cojonudos. Ella es la
prioridad, ella lo es todo. Lo demás siempre puede esperar. Te despierta a
golpes a las 7 de la mañana y te ríes. Te duchas con ella rodeados de juguetes
y jabón y te ríes. Gatea hacia ti con cara de incontenible felicidad y te ríes.
Llora desconsolada por cualquier nimiedad y te ríes. Los bebés son felicidad,
alegría, inocencia, verdad. De lo poco 100% puro que le queda a nuestro día a
día.
En estos cuarenta años me he equivocado
muchas veces. Muchísimas. Y desde aquí pido perdón a alguno de vosotros que así
lo sintáis cuando leáis estas líneas. En ocasiones me sorprendo torturado y
agobiado cuando me doy cuenta de que en muchas situaciones ya no hay vuelta
atrás. Que si algún día le jodí a alguien sin darme cuenta, eso ya no vuelve
para corregirlo. Intento ser una buena persona todos los días, empatizar con
los demás, ponerme en la piel y en la cabeza de los que comparten habitual, o
esporádicamente, su vida conmigo. Y aunque me lleve hostias y decepciones, sigo
pensando que siempre es mejor estar más cerca del bebé que del adulto. Que
compensa que te la claven varias veces mucho más que equivocarte injustamente
con una sola persona. En ese sentido valoro mucho la inocencia, algo que para
mí sigue siendo una virtud.
Hace algunas semanas me preocupé seriamente con mi voz. He tenido un problema en las cuerdas vocales y durante algunos días, cuando veía que aquello no arrancaba, llegué a pensar que quizá tendría que plantearme no volver a trabajar en mi gran pasión, la radio. Hemos pasado por el taller, seguimos en fase de recuperación, pero poco a poco estamos recuperando sensaciones. Ni una sola vez he pensado eso de por qué me ha tenido que pasar a mí, sino que me he centrado en acertar con la tecla adecuada y buscar soluciones. En ello andamos. Es un asunto que aún tiene bastante recorrido por delante y que ahora mismo polariza mi vida profesional.
He cumplido ya veinte años en Onda Madrid. Media vida. Casi nada. Ni en mis mejores sueños. La radio me lo ha dado casi todo. Desde la mujer de mi vida hasta personas de esas que entran en tu corazón y ya no salen jamás. El 95% de lo vivido allí ha sido y es bueno, buenísimo, rematadamente bueno o bueno como la madre que lo parió. De lo otro también se aprende... y mucho. Por ejemplo, a tener muy claro lo que nunca me gustaría ser en la vida. También que hay gente mala, en toda la extensión de la palabra. Pero eso no es más que la vida misma. Y ni siquiera la maldad es eterna. Hay que convivir con ello y alejar lo tóxico. Hace veinte años, cuando entré por primera vez en el edificio de la radio, ni valoraba en mi fuero interno que pudiera existir gente así. Por eso os decía eso de bendita inocencia.
Pues nada, amig@s. Que pienso vivir al menos 40 años más. Tengo muchísimas ganas de aprender, en mi trabajo y en la obra de teatro que se vive cada día por las calles y en los bares de las ciudades. Que me pone mucho más contento que alguien diga “ese tío era majo” a “un día cantó un buen triple o un buen gol”. Que adoro a mi madre y que recuerdo cada día a mi padre. Y que en esta vida que nos ha tocado vivir siempre hay que aspirar a ser (moderadamente) feliz.