Cecilia se baja del autobús a las
5.42 pm. La misma hora de cada día, minuto arriba, minuto abajo. Depende de la
puntualidad del 54, que en verano, cuando el sol calienta hasta las paredes del
alma, se hace mucho de rogar. Se pasa un momento por el chino, compra las
chocolatinas que le gustan a su madre (en realidad en cuestión de dulces no hay
nada que no le guste), baja los 70 metros que le separan de la puerta gris
metálico, llama al timbre y entra. En ese momento comienzan las múltiples
historias de abuelos.
La
rutina contagia complicidades. Como el saludo diario con el recepcionista, que
siempre recibe a Cecilia con su nombre de pila aunque ella nunca le haya
preguntado el suyo. Es un tipo majísimo, tanto que el día que no está, lo echa
de menos.
“Hola, Carmen. Hace días que no
veo a Pablo y su mujer, ¿cómo están?”.
“Pablo murió anoche”.
Pablo estaba estupendo la
semana anterior, siempre cariñoso con su peinado a lo Anasagasti. Desde su
sillón (era suyo porque siempre se acomodaba en el mismo), junto a su mujer,
postrada en una silla de ruedas, controlaba el tráfico de todos los humanos que
accedían al edificio. Pablo ya no está. Impacta de primeras, pero al rato la
muerte también se convierte en algo rutinario para compañeros, empleados y
familiares de los residentes.
Cecilia llama al ascensor. El
de la izquierda, siempre el de la izquierda, que es el que nunca se estropea.
Esta vez sube junto a Marisa, una mujer enjuta y consumida por los sinsabores
de una vida que no merece. Con 83 años y toneladas de sufrimiento en la
mochila, Marisa cumple escrupulosamente sus turnos de amor: llega a las 10, se
va a las 13.30 horas. Vuelve a las 17, abandona el recinto pasadas las 20
horas. Así cada día desde hace una década. Su marido apenas habla y rara vez la
reconoce. Pero los enfermos de Alzheimer sienten mucho. Las palabras, las
caricias, los besos. Marisa lleva ya más de un mes entre la enfermería de
dentro y el hospital de fuera. “Estoy un poco cansada”, reconoce cuando la única
realidad es que ya no se tiene en pie. Por eso le da las gracias una y mil
veces a ese joven muchacho que de vez en cuando le acerca en coche hasta la
puerta de su hogar. Si realmente vamos a algún lado cuando nuestro corazón deja
de latir, Marisa merece el sofá más cómodo del cielo.
“No
he comido”.
“Pero… ¿cómo que no has comido,
mamá?”
“Te lo juro. No he comido”.
María
ha comido hace 5 minutos. Sirven una comida muy rica. Y también cenan, claro. Y
desayunan y meriendan. Descafeinados para todos y depende del día, magdalenas o
galletas ricas. ¡Ah! Y zumos a las 11 y a las 18 horas. Los hay de muchos
sabores: piña, melocotón, manzana, naranja y multifrutas, el favorito de María.
Cómo lo goza cuando su hija lo acompaña con esas chocolatinas redondas que cada
día están más ricas. “No podemos arriesgar mucho con el azúcar, pero es que lo
disfruta tanto…” Claro que sí, qué menos que activar una pequeña dosis de dulzura
en el desgastado cuerpo de nuestros mayores.
“¿Cómo está la pequeña?”
“¿Qué
pequeña, mamá?”
“Tu
hija”.
“Yo
sólo tengo un hijo, tu nieto Pedro, que viene mucho a verte”.
“Ah”.
Diez
minutos después se repite la misma conversación. Y veinte. Y cuarenta. Y un
día. Y otro. Cecilia y el resto de parientes y amigos que visitan a los abuelos
ríen y lloran a la vez. Así son los males de la mente, que provocan situaciones
desternillantes al mismo tiempo que te parten el corazón en mil pedazos. A
Paquita se le iluminan los ojos cuando su madre le contesta con un monosílabo.
Antonio se emociona cuando su mujer le sonríe durante 10 segundos. Maite canta
una copla cuando su hermano por fin se deja afeitar. Y Charo comparte su
alegría en voz alta cuando Tomás consigue tragar la gelatina, un ejercicio
aparentemente simple que la mayoría de las veces se convierte en una lucha con
final infeliz. Todos ellos han formado una pequeña familia que en ocasiones desemboca
incluso en profundas amistades. Preguntan unos por otros, se preocupan unos por
otros, sufren unos por otros, se cubren unos a otros, ayudan unos a otros.
Hasta celebran los cumpleaños al calor de unos pasteles y unos chocolates
líquidos extraídos de las máquinas de la segunda planta. Charlan y ríen con los
lloros y los gritos como sintonía interminable de un lugar propenso a las
paradojas.
“Hay
que pelar las patatas para la cena”.
“Tu
tranquila, que las pelo yo”.
“Las
ponemos con judías verdes”.
“Estupendo”.
“¿Come
hoy el niño con nosotros?”
“Hoy
no puede, está trabajando. Pero te manda muchos besos, mamá”.
No hay patatas, ni judías. Ya
no está ninguno de los familiares por los que pregunta María. Unos que a veces
son hermanos, otras, hijos y otras… nada. Ella al menos tiene la suerte de recordarlos.
Hay abuelos en el módulo que llevan años sin recibir la visita de un ser
querido. Echan de menos besos y caricias. Aunque a menudo su cabeza está lejos
de allí, necesitan y sienten esos besos y caricias. Emociona asistir al enorme cariño
con el que la mayoría de los auxiliares tratan a los ancianos. Ellos y ellas
(mayoría de mujeres), como los enfermeros y enfermeras (mayoría de mujeres
también) trabajan muchas veces en condiciones lejanas a la idoneidad. Qué
hermosa fue la despedida de Luz, que se jubiló hace menos de un mes tras toda
una vida dedicada a las sonrisas. El sonoro aplauso de los compañeros, jefes,
abuelos y familiares fue un pequeñísimo reconocimiento a su impagable labor
durante varias décadas. La mayoría de los residentes son muy dependientes.
Casos como el de Mari Cruz, que a sus 101 años se vale por sí sola, hasta el
punto de dar varios paseos al día, son excepcionales.
Maldigo
a los que han robado el dinero destinado a causas sociales. Los aborrezco. Me
dan asco. Y admiro a todos los que cruzáis la puerta gris metálico cada día.
Detrás se esconden mil historias. La vida es contradictoria. Hay abuelos que
reciben más de lo que han ofrecido, otros que reciben mucho menos de lo que han
regalado… y algunos que desgraciadamente no reciben nada porque ahora ya son
una pesada mochila con la que nadie quiere cargar.
Marta
se acerca a María y le dice al oído:
“María,
acuérdate, que me has prometido que un sábado de estos salimos las dos a bailar”.
María
llora de la risa y cuando Marta se va, dice:
“Esta
chica está loca”.
Marta,
una voluntaria que cada martes toca la guitarra, juega y abraza a los abuelos,
volverá dentro de una semana para invitar una vez más a María a un baile. Sí,
está loca. Rematadamente loca. Bendita locura. El mundo necesita muchos locos
como estos.
Me ha encantado. Se ve el cariño que pones en las cosas importantes. Sigue así. 👵🏻👴🏻
ResponderEliminarGracias ☺️☺️☺️
ResponderEliminarDemos un poco de nosotros y nuestro tiempo, merece la pena. Gracias por como lo has contado.
ResponderEliminarque bien escribes , que bien lo explicas , mas siendo un tema tan sentido , gracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias a todos por vuestro inmenso cariño. Las historias serían clandestinas si no hubiera lectores que las rieran, lloraran, sufrieran, disfrutaran o enfadaran. GRACIAS DE CORAZÓN por todos vuestros comentarios.
ResponderEliminarEnorme Blas
ResponderEliminargrande , MUY GRANDE , como siempre Blas , Como toda la vida
ResponderEliminarHa merecido mucho la pena leerlo, gracias por recordarnos una realidad que esta ahi y muchas veces no vemos.
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